De Ross Richard Pesek
En memoria de Richard “Rich” Pesek, 19 de agosto de 1941 – 1.º de julio de 2020. Un auténtico “chico del sur de Omaha” y un abuelo legendario.
Al final, vas a tener que servir a alguien, sí
De verdad, vas a tener que servir a alguien
Quizá sea al diablo o quizá sea a Dios
Pero vas a tener que servir a alguien
Bob Dylan – 1979
Corría la primavera de una época muy lejana en la facultad de Derecho de la Universidad de Nebraska donde el tradicional juego de las sillas denominado “entrevistas en el campus” estaba llegando a su fin. Se estaban ofreciendo puestos de trabajo. El bullicio en el aire estaba cargado de expectación y miedo. ¿Quién recibió propuestas? ¿En dónde? ¿Quién terminó decepcionado? ¿Quién se quedaría sin silla cuando se detuviera la canción del buen Bob Dylan?
Por el momento, la música seguía sonando y yo bailaba solo guiado por el instinto. ¿A quién serviría? Empecé a darme cuenta de lo poco que sabía de la comunidad jurídica. Era el primero de la familia en convertirse en estudiante de Derecho. No conocía directamente a ningún abogado y tampoco tenía idea alguna de cómo estaban estructurados los bufetes de abogados. Me inscribí en la facultad de Derecho porque, al parecer, fue en lo que sobresalí en las pruebas vocacionales. Además, la beca completa para la facultad de Derecho fue para mí un empujón suficientemente fuerte para seguir adelante a tropezones. De alguna manera, para mi sorpresa, este era el camino que se abría ante mí.
Para las entrevistas en el campus, me puse un traje viejo de mi papá que usaba en sus días como agente viajero; afortunadamente ambos medíamos 1.94, solo que él pesaba 99 kilos cuando lo usaba y yo apenas pesaba 88 kilos. La abuela hizo un par de ajustes y el traje ya no se me caía. Aun así, estaba nadando en mi nuevo entorno tanto como lo estaba en mi traje.
Sin embargo, en el momento en que se detuvo la música, fui de los afortunados y ya tenía algunas opciones. A pesar de ello, debido a mi conocimiento limitado del entorno jurídico, mi visión era borrosa, pero había algo que podía ver con claridad: el sueldo que recibiría. Conseguí una propuesta en un importante bufete de abogados de los que mejor pagaban en mi ciudad natal, Omaha. Nos propusieron a mí y a otras 12 personas pagarnos $1,600 dólares a la semana por nuestro tiempo. Al tomar en cuenta que Pizza Hut me pagaba $6.00 dólares por hora más las propinas de cada pizza entregada cuando trabajaba arduamente en la universidad estatal y en la comunitaria, aproveché la oportunidad.
Recuerdo mis primeros días. Un cuaderno de notas con mi nombre impreso en él. Una chimenea en una oficina envidiable del octavo piso por su vista al juzgado del condado de Douglas. Comidas en los mejores restaurantes del centro de la ciudad. Entradas a la Serie Mundial Universitaria con lugares detrás del plato. Y, por supuesto, también estaba el trabajo jurídico. Me comentaron que sería “interesante, retador y complejo”.
Primero, tenía que revisar todos los proyectos de ley para empresas que estaban bajo consideración del comité de banca y finanzas de Nebraska. Después, dar un vistazo a algunas actas constitutivas. Luego, investigar si una corporación había robado secretos comerciales. Finalmente, corregir pronto los errores tipográficos de estos documentos porque se acercaba rápidamente la fecha límite. Aunque siendo verdaderamente sincero, seguía mirando por la ventana de la oficina al igual que hacía en la secundaria: con un deseo de ser libre de mi hermosa oficina y caminar por el pasto bajo un cielo estival despejado y azul.
Por fin, llegó el día en el que el trabajo legal “interesante, retador y complejo” se presentó, lo cual me estremeció: ¿cómo es posible que ayudemos a ese fabricante de asbesto a evadir su responsabilidad por provocar deliberadamente la dolorosa y prematura muerte de un sinnúmero de obreros por mesotelioma? Vaya, qué escalofríos. Como nieto de un albañil del sur de Omaha, que vestía el traje de un agente viajero que ajustó una mujer que se había preocupado por los pulmones del abuelo, el estremecimiento me dejó atónito. “Claro, jefe. Yo me encargo”, fue todo lo que pude decir mientras me daba cuenta de lo sucedido.
En esa época, tenía una maravillosa combinación de ingenuidad y sinceridad. Pensé: “Qué terrible; seguro el socio a cargo de este caso puede aconsejarme”. Entonces, esperé hasta la hora de la comida para buscar la mejor oportunidad. La mesa estaba llena de abogados de distintos departamentos y de algunos “asociados de verano”. La conversación se había dividido en pequeños grupos. El socio estaba a mi lado, así que le comenté: “Y ¿qué piensas, en términos morales, de defender a estas empresas acusadas de exponer deliberadamente a los obreros a materiales cancerígenos durante décadas con fines de lucro?” Al parecer, pregunté en un mal momento o mi pregunta ofendió a alguien de tal manera que la mesa quedó en silencio, algunos rostros voltearon lentamente, mientras que el socio me miraba con detenimiento.
Un poco sorprendido, me espetó: “Son buenos clientes y personas amables. Pagan buenas tarifas y siempre tienen trabajo. Si pudiéramos haber tenido como clientes a las compañías tabacaleras, nos habría encantado”. Ahí estaba: una inequívoca sumisión al servicio de los acusados corporativos más importantes y sistemáticos de la historia de la humanidad. Fue en ese momento en que sabía que tenía que planear mi siguiente verano.
En agosto, ya había hecho planes de poner mi beca en pausa en la facultad de Derecho para dedicarme un año a deambular por las calles y los museos de la Ciudad de México. Estaba en mi departamento cuando recibí una llamada. “Sabes, debido a la caída de la bolsa durante el otoño, no habrá programa de becarios el siguiente verano. Lo sentimos”. Pedí más información: el piso de servicios financieros fue arrasado por el colapso de las principales agencias de inversión de Wall Street. Pero ¿qué sucedió con el departamento de litigación? “Se encuentra en buenas condiciones”, me respondieron. “De hecho, están esforzándose en recuperar el trabajo y salvar los empleos”. Aun así, para mí fue una salida airosa.
Me pregunto si alguna vez supieron lo que estaba pasando al otro lado de la línea telefónica. Dejé de mirar por la ventana de una oficina dorada y me decidí a aprender español con el método de prueba y error en la calle, en medio del ajetreo de la humanidad de una de las ciudades más grandes del mundo. Quería devolver un talento a la gente de Nebraska, el sur de Omaha, Columbus, Schuyler, Crete, Lexington, la ciudad de Sioux y a cualquier otro lugar. Serviría a los albañiles como mi abuelo, a los obreros como mi bisabuela, a los choferes de autobús como mi bisabuelo y a los vendedores como mi padre. Lo sé, no todos ellos han sido unos santos; pero, al final, puede ser al diablo o puede ser a Dios, pero todos tenemos que servir a alguien.
En 2014, Ross fundó su propio bufete de abogados, Pesek Law, LLC. Como abogado privado, Ross se centra en casos de accidentes y lesiones, a menudo de personas hispanohablantes. La Asociación de Abogados de Nebraska lo reconoció como Abogado Joven Sobresaliente de 2013, además de que la Asociación de Exalumnos de la Universidad de Nebraska le otorgó el premio “Early Achiever” (Joven exitoso). Recientemente, recibió el premio Seeds of Justice (Semillas de justicia) de la organización Nebraska Appleseed. La experiencia de Ross como voluntario abarca la defensa de inmigrantes y sus familias, así como la prestación de servicios legales gratuitos. Instaló una clínica legal gratuita en la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe en el sur de Omaha donde ha brindado miles de asesorías legales gratuitas. De igual forma, Ross instauró el programa de becas True Potential (Potencial real), un programa registrado conforme a la sección 501(c)(3). Desde 2014, True Potential ha otorgado más de 100 becas de un año a estudiantes inmigrantes de universidades comunitarias que, de otra manera, no serían elegibles para recibir ayuda financiera, en función de su estatus migratorio. Ross es miembro de la Junta Directiva de la Asociación de Abogados Litigantes de Nebraska.
